El lunes, los excavadores comenzaron a botar el Ala Este de la Casa Blanca, comenzando la construcción de una monstruosidad que simboliza la presidencia fascista de Donald Trump: un “Salón de Baile de la Casa Blanca” de $200 millones y 90.000 pies cuadrados, financiado por los donantes multimillonarios de Trump.
La demolición del Ala Este de la Casa Blanca marca un hito grotesco en la decadencia de la democracia estadounidense. La sede de la Presidencia estadounidense se está transformando físicamente en la encarnación arquitectónica del régimen oligárquico. Según las representaciones publicadas por la Administración, la nueva sala estará repleta de oro: candelabros, columnas corintias doradas, techos artesonados, pisos de mármol, un monumento a la riqueza, la codicia y la vulgaridad cultural.
El Ala Este ha sido, desde su construcción durante la Administración de Franklin Delano Roosevelt, el aspecto más “popular” de la residencia del presidente estadounidense. Durante décadas estuvo abierto a visitas públicas para las que los visitantes, con frecuencia estudiantes de escuela, podían hacer cola sin hacer una reserva. Después de los ataques del 11 de septiembre, las nuevas medidas de seguridad restringieron el número de visitantes y requirieron un registro previo, pero sigue siendo el caso que medio millón de visitantes recorrieron el Ala Este el año pasado.
Ahora lo que había sido la parte más accesible del complejo de la Casa Blanca será entregado a la oligarquía financiera. El nuevo salón de baile, se jactó Trump el martes, tendrá capacidad para 1.000 personas, cinco veces la capacidad de la Sala Este, lo que permitirá banquetes aún más grandes para los súper ricos. Según los informes, Trump se quejó de que el espacio actual era demasiado “pequeño” para las cenas de recaudación de fondos que organiza para sus amigos multimillonarios, los gánsteres y oligarcas cuyas fortunas financian tanto al Partido Republicano como a Trump personalmente.
La Casa Blanca, aunque construida en parte por mano de obra esclava, ha sido ocupada por Adams, Jefferson, Lincoln, Grant, figuras identificadas con las tradiciones democráticas de la Revolución estadounidense y la lucha contra la esclavitud y la reacción en la Guerra Civil. Ahora, su Ala Este está siendo reconstruida como parte del Versalles de Trump, un palacio para la oligarquía erigido sobre las ruinas de la democracia estadounidense.
En las décadas anteriores a la Revolución francesa, Versalles se convirtió en sinónimo de corrupción, lujo aristocrático y decadencia. El proyecto de Trump evoca el mismo espíritu: el intento de un orden social moribundo de inmortalizar su poder a través de excesos resplandecientes.
El “Versalles en el Potomac” servirá como sede para galas de la alta sociedad, reuniones con multimillonarios y celebraciones del poder militar. Es la manifestación física de un Gobierno de, por y para los ricos. Los defensores de la Administración han insistido en que las “donaciones privadas” absuelven al proyecto de cualquier escándalo, pero esa es la esencia de la corrupción: la compra de acceso al poder público por parte de intereses privados.
Trump se jactó esta semana de que “no había condiciones de zonificación” y que podía “hacer lo que quisiera”. “Esta es la Casa Blanca”, dijo que le dijeron. “Eres el presidente de los Estados Unidos, puedes hacer lo que quieras”.
Trump, al igual que Luis XIV, el constructor de Versalles, clama: “L 'état, c' est moi”. (“Yo soy el Estado”). Sin embargo, en la jerga burocrática del Proyecto 2025, esto se traduce al inglés como el “ejecutivo unitario”.
Los planificadores originales de la capital estadounidense, que pasaron por las brasas de la Revolución estadounidense, ubicaron deliberadamente el Capitolio, la sede de la legislatura, en la colina más alta disponible, donde se elevaría por encima de la residencia del ejecutivo.
Hay otros elementos de grandiosidad fascista en los planes de Trump para Washington D.C. Según los informes, planea construir un enorme arco cerca del Cementerio Nacional de Arlington, que también será financiado por donaciones de oligarcas y corporaciones. En una reunión la semana pasada con varias docenas de partidarios multimillonarios, sostuvo un modelo del arco coronado con una estatua dorada de la Libertad. “Va a ser muy hermoso, creo que será fantástico”, declaró.
Hay, por supuesto, elementos de demencia y autoglorificación en tales planes. El arco ya está siendo descrito, sarcásticamente, como el “Arco de Trump”, jugando con su parecido con el Arco de Triunfo construido en París por orden de Napoleón. Pero Hitler también tenía tales nociones. Trabajó con Albert Speer en los planes para construir un Arco de Triunfo en Berlín que tendría más del doble de la altura del monumento francés. El colapso del Tercer Reich puso fin a ese esfuerzo.
La destrucción del Ala Este y su reemplazo por un salón de baile palaciego simbolizan un proceso más amplio: la eliminación sistemática de los ideales democráticos sobre los que se fundó Estados Unidos. Coincide con los movimientos de Trump para invocar la Ley de Insurrecciones, desplegar a los militares a nivel nacional, criminalizar a la oposición y elevar a su familia y círculo íntimo a posiciones de poder. La “renovación” de la Casa Blanca es inseparable de la reconstrucción del Estado sobre bases dictatoriales.
Pero lejos de ser una expresión de fortaleza, estos pasos delatan debilidad y miedo. La oligarquía estadounidense, sumida en la desigualdad social, el parasitismo financiero y la guerra interminable, ya no puede gobernar por medios democráticos. En cambio, debe apoyarse en palacios chapados en oro, propaganda y fuerza bruta para mantener su legitimidad desmoronada. El salón de baile de Trump se está construyendo no por confianza en el futuro, sino por temor a las masas.
Un portavoz de la Casa Blanca respondió a las masivas protestas “Sin Reyes” del 18 de octubre, en las que participaron más de siete millones de personas, con una perentoria: “¿A quién le importa?”. El propio Trump calificó las protestas como “un chiste”, describiéndolas como “muy pequeñas, muy ineficaces” e insultando a los manifestantes como “drogados”.
Pero incluso en esta Administración hay un reconocimiento tácito de la intensificación de la ira popular. El lunes, el Departamento del Tesoro, cuya sede está adyacente a la Casa Blanca con una vista clara de la demolición del Ala Este, instruyó a los trabajadores a no compartir fotos del proyecto en las redes sociales. Aunque afirmaba que esto era por razones de seguridad, el peligro no provenía de un enemigo extranjero, sino del “enemigo interno”, como diría Trump.
Trump y sus asistentes fascistas pueden ser ciegos, pero la oligarquía financiera en su conjunto siente el peligro, cuando, el mismo día, los titulares anuncian que los multimillonarios están gastando $200 millones para construir una gran nueva adición a la Casa Blanca, y que 154.000 niños en edad escolar en la ciudad de Nueva York están sin hogar, con casi 65.000 de ellos viviendo en refugios.
Así como Versalles representó al antiguo régimen, también la renovación de la Casa Blanca de Trump representará a una clase dominante degenerada a la que se le está acabando el tiempo y que se enfrenta a una revolución social que tomará su lugar en la gran línea histórica de la Revolución francesa de 1789 y la Revolución rusa de 1917.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 21 de octubre de 2025)
