Cuanto más prolongada e intensa se vuelve la guerra arancelaria de Trump, con nuevas amenazas emitidas casi a diario a través de decretos ejecutivos y publicaciones en redes sociales, más clara resulta la lógica subyacente de lo que se manifiesta como una locura económica.
La guerra económica lanzada por Estados Unidos contra el mundo está reproduciendo, a un nivel superior, las condiciones de la desastrosa década de 1930 que jugaron un papel fundamental en preparar el terreno para la Segunda Guerra Mundial.
La Depresión de los años 30 se profundizó con la formación de bloques monetarios y comerciales—la división del mundo en campos imperialistas rivales—que finalmente condujeron a la guerra más destructiva de la historia, con cientos de millones de muertos y culminando con el lanzamiento por parte de Estados Unidos de dos bombas atómicas sobre Japón.
Aunque se presentó como una lucha por la democracia contra el fascismo, ya fuera alemán o japonés, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra imperialista librada para determinar cuál de las principales potencias capitalistas asumiría la dominación mundial.
Estados Unidos, gracias a su capacidad industrial y su consiguiente fuerza militar, logró emerger victorioso mediante la derrota de sus rivales, Alemania y Japón, y asegurar que su aliada, el imperialismo británico, quedara en una posición subordinada, sin posibilidad de regresar a los días de gloria del Imperio.
Hoy, una nueva guerra mundial se está gestando rápidamente mientras el imperialismo estadounidense busca superar su prolongado declive y reafirmar su dominio global.
Su fuerza motriz elemental no es la personalidad o las inclinaciones políticas de Trump. Sus acciones expresan una crisis profundamente arraigada en la economía estadounidense, derivada de su transformación de potencia industrial mundial en epicentro de la especulación financiera y el parasitismo, sacudida por continuas tormentas financieras.
Sin solución económica para su decadencia, el imperialismo estadounidense recurre cada vez más a medios “mecánicos”: la guerra, para mantener su posición. Este proceso va necesariamente acompañado de ataques cada vez más profundos contra la posición social de la clase trabajadora a nivel interno, reforzados mediante el desmantelamiento de lo que queda de la democracia burguesa y la creación de un régimen autoritario fascista.
La dominación del imperialismo estadounidense en el periodo de posguerra se ejemplificó en el papel del dólar como moneda global, lo que le otorgó lo que ha sido caracterizado como un “privilegio exorbitante”. Durante el primer cuarto de siglo tras 1945, cuando EE.UU. gozaba de dominio industrial, el dólar estaba respaldado por un valor real en forma de oro.
A medida que ese poder declinó, el presidente Nixon se vio obligado en 1971 a eliminar el respaldo en oro de la moneda estadounidense. Comenzó un nuevo periodo en el que el dólar mantuvo su papel global, pero sobre una base distinta: como moneda fiduciaria respaldada únicamente por el poder del sistema financiero estadounidense y, sobre todo, su capacidad militar.
Pero el ascenso imparable de la financiarización—el proceso mediante el cual las ganancias pasaron a acumularse cada vez más a través de operaciones especulativas—generó una serie de crisis en el último cuarto de siglo.
Al mismo tiempo, gracias al papel global del dólar, el Estado estadounidense ha podido acumular una deuda creciente. El resultado es una deuda pública que asciende hoy a 36 billones de dólares y crece a un ritmo que todos reconocen como “insostenible”, mientras que la deuda corporativa ha alcanzado niveles sin precedentes. El resultado es que EE.UU. es el país más endeudado de la historia.
Los desvaríos de Trump, afirmando que los anteriores arreglos económicos y financieros mundiales han resultado en que EE.UU. fue “estafado” por el resto del mundo debido al incremento de los déficits comerciales y que es necesario Hacer Grande a América Otra Vez, no deben ser descartados como las locuras de un lunático.
A su manera, reflejan procesos objetivos. Los mecanismos económicos y financieros del periodo de posguerra han llevado al declive de la posición económica dominante de EE.UU. Trump expresa la exigencia de todos los sectores del aparato político, militar y económico estadounidense de que esa hegemonía debe restaurarse por todos los medios: guerra económica contra sus rivales combinada con medios militares.
Cuando comenzó la guerra arancelaria de Trump durante su primera administración, el blanco principal fue China, acompañada de análisis provenientes de agencias de inteligencia y múltiples think tanks vinculados a ellas que sostenían que el ascenso económico de China constituía en sí una amenaza existencial para la hegemonía del imperialismo estadounidense.
Reflejando la universalidad de esta evaluación entre todas las secciones de la clase dominante estadounidense y los dos partidos de Wall Street, los demócratas y republicanos, la guerra económica contra China se intensificó bajo Biden. Se mantuvieron los aranceles de Trump, con medidas adicionales como la prohibición de exportar productos tecnológicos avanzados para tratar de frenar la siguiente etapa del ascenso económico chino.
Aunque estas medidas han tenido impacto en China, han fracasado rotundamente.
China ha seguido avanzando en la industria manufacturera—ha pasado a ser la principal potencia industrial del mundo, posición que antes ostentaba EE.UU.—utilizando las técnicas más avanzadas y logrando avances en áreas clave como la inteligencia artificial, como lo ejemplifican los desarrollos anunciados en enero por la empresa emergente china DeepSeek AI.
En la segunda administración de Trump, la guerra económica por la supremacía estadounidense se ha ampliado, como lo demuestra la orden ejecutiva del 2 de abril que anunció la imposición de aranceles recíprocos contra el resto del mundo.
La orden sostiene que “el orden económico internacional de la posguerra” se basó en “supuestos incorrectos”. Es decir, debía ser destruido. Como subraya esta perspectiva, un Documento Informativo adjunto afirma: “Hecho en América no es solo un lema, es una prioridad económica y de seguridad nacional para esta administración”.
Las implicaciones de esta afirmación deben ser consideradas con extrema seriedad.
Debe enfatizarse que el sistema comercial de posguerra, basado en el libre comercio, la eliminación de aranceles y la consolidación del dólar como moneda global para impedir la formación de bloques, no fue simplemente una serie de medidas económicas.
Fue también un intento de construir un sistema político internacional que evitara que los conflictos económicos se transformaran en guerras.
Se basó en la concepción de que, si las naciones—sobre todo las grandes potencias—comerciaban libremente bienes y servicios, no recurrirían a la guerra entre sí, una situación que debía evitarse a toda costa por el peligro de provocar una revolución socialista tras la barbarie de la primera mitad del siglo XX.
Por supuesto, la noción de que el libre comercio es el antídoto contra la guerra siempre fue una ficción, como lo demuestra el hecho de que antes de la Primera Guerra Mundial no había dos países más entrelazados comercialmente que Alemania y el Reino Unido.
Pero el sistema de posguerra sí sirvió para regular y contener los conflictos económicos. Ahora, EE.UU. está dedicado a su destrucción.
En consecuencia, la guerra económica que libra EE.UU. ha superado ampliamente a China. Trump emite dictados contra amigos y enemigos por igual: la Unión Europea, Japón, el Reino Unido, Corea del Sur, y en efecto contra todo el mundo.
El ataque no se dirige solo contra los déficits comerciales, sino contra todas las políticas internas consideradas contrarias a los intereses de las corporaciones estadounidenses, como impuestos, regulaciones, medidas de bioseguridad y servicios sociales, como los planes farmacéuticos con subsidios estatales.
Y se está extendiendo al terreno político. El anuncio de Trump de un arancel del 50 por ciento contra Brasil—uno de los pocos países con los que EE.UU. tiene un superávit comercial—debido a procesos judiciales contra el ex presidente fascista Jair Bolsonaro lo deja claro.
Una característica clave de todos los llamados acuerdos comerciales—que en realidad son dictados, ya que Trump estipula que lo expresado en su carta es lo que constituye el acuerdo—es que los países que buscan firmar uno deben alinearse con los intereses de “seguridad nacional” de EE.UU. Estos intereses no se limitan a la supresión de China, por importante que sea, sino que expresan la exigencia del dominio estadounidense en todas las regiones del planeta.
Actualmente, Europa y Japón, junto con muchos otros países, intentan—al menos públicamente—acomodarse a los dictados de EE.UU., esperando obtener algunas concesiones.
Pero en los consejos e instituciones de todos los Estados capitalistas—no solo en China—se reconoce que no hay una probabilidad real de lograrlo, y que las ofensivas de EE.UU. los tienen por objetivo.
Está empezando a surgir otra respuesta basada en la conciencia de que, en algún momento, se verán obligados a confrontar a Estados Unidos si desean evitar su transformación en semicolonias.
Esta perspectiva se refleja en las recientes declaraciones de la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, quien afirmó que ha llegado la hora del euro, que debe desempeñar un papel global más importante. También se expresa en la resistencia de Japón y su insistencia en que no puede permitir el sacrificio de los arroceros a cambio de concesiones en la industria automotriz.
Otros países menos poderosos están alineándose con el grupo BRICS—originalmente formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, y que ahora cuenta con 11 miembros—el cual intenta liberarse de la dependencia del dólar en el comercio internacional, lo que ha provocado más amenazas de Trump, quien afirmó que perder la supremacía del dólar sería equivalente a perder una guerra.
Nadie posee una bola de cristal capaz de predecir cuándo y bajo qué circunstancias estallará un conflicto militar.
Pero la lógica objetiva de los acontecimientos es inconfundible. El conflicto económico va acompañado del aumento del gasto militar más alto desde la Segunda Guerra Mundial. En el caso de Alemania, que libró dos guerras contra EE.UU. en el siglo XX, el gasto ha alcanzado niveles que no se veían desde el rearme bajo Hitler.
Cualquiera que piense que Japón y los poderes imperialistas europeos simplemente se desvanecerán pacíficamente o que EE.UU. abandonará su impulso por la dominación mundial está apostando contra la historia.
Han ido a la guerra en el pasado, y todas las contradicciones del sistema capitalista global que originaron esos conflictos no solo persisten, sino que se han intensificado.
En 1915, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, León Trotsky explicó que su origen estaba en la contradicción entre el desarrollo de una economía global y el sistema estatal-nacional en el que está arraigado el sistema de lucro capitalista.
Los gobiernos capitalistas buscaban resolver esta contradicción “mediante la explotación del sistema económico mundial por parte de la clase capitalista del país vencedor; país que, con esta guerra, debe transformarse de gran potencia a la potencia mundial”.
La Segunda Guerra Mundial tuvo la misma raíz, y fue el medio por el cual EE.UU. asumió la hegemonía global. Pero las contradicciones del capitalismo permanecieron y se han intensificado enormemente con el desarrollo de la producción globalizada en los últimos 50 años.
La perspectiva que se abre tiene un carácter dual. O bien la burguesía, ahora concentrada en forma de una oligarquía económica y financiera, se mantiene en el poder y arrastra a la humanidad hacia una barbarie inconcebible; o bien la clase obrera internacional emprende una lucha política consciente por el derrocamiento del capitalismo y el establecimiento de un orden socioeconómico superior: el socialismo internacional.
No hay una tercera vía. Ningún llamado o protesta contra Trump u otros representantes de los oligarcas capitalistas podrá hacerlos “entrar en razón”, porque en última instancia están impulsados por contradicciones objetivas arraigadas en el sistema que administran: un sistema históricamente en bancarrota y reaccionario que debe ser derrocado si la humanidad quiere avanzar.
Ese es el significado esencial de la guerra arancelaria y económica de Trump.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 11 de julio de 2025)