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Estados Unidos y China mantienen conversaciones sobre la guerra arancelaria

Altos funcionarios económicos de los gobiernos de Estados Unidos y China se reunirán este fin de semana en Ginebra para discutir la guerra comercial lanzada por Estados Unidos, que impuso aranceles del 145 por ciento a productos chinos, lo que equivale prácticamente a un bloqueo económico.

El viceprimer ministro chino He Lifeng habla durante una rueda de prensa tras el 11.º Diálogo Económico y Financiero China-Reino Unido en Beijing, sábado 11 de enero de 2025. [AP Photo/Aaron Favila]

Los representantes estadounidenses en la reunión son el secretario del Tesoro, Scott Bessent, y el representante comercial de Estados Unidos, Jamieson Greer. Por parte de China, participará He Lifeng, viceprimer ministro de Política Económica y principal negociador comercial del país.

Para reforzar su posición, ambas partes han procurado presentar al otro como quien impulsó las negociaciones.

Durante una visita del primer ministro canadiense Mark Carney el martes, el presidente Trump aseguró que los chinos estaban deseosos de que se realizara la reunión. “Quieren reunirse, y ahora mismo no están haciendo negocios”.

Por su parte, un portavoz del Ministerio de Comercio de China declaró que Estados Unidos había filtrado constantemente información sobre ajustes a las medidas arancelarias y que albergaba expectativas de conversaciones con China.

“China ha evaluado cuidadosamente la información proveniente de Estados Unidos. Considerando plenamente las expectativas globales y los reclamos de la industria y los consumidores estadounidenses, China ha decidido participar en conversaciones con Estados Unidos”.

Anteriormente, Trump había manifestado su interés en dialogar con el presidente chino Xi Jinping. Sin embargo, Xi dejó claro que no estaba dispuesto a reunirse sin que hubiera medidas concretas sobre la mesa, posiblemente recordando el trato dado al presidente ucraniano Zelensky durante su reunión en la Oficina Oval con Trump en febrero.

Los comentarios realizados por Bessent esta semana sobre las conversaciones revelan la posición fundamental del gobierno estadounidense.

“Espero conversaciones productivas mientras trabajamos para reequilibrar el sistema económico internacional hacia una mejor atención de los intereses de Estados Unidos”, comentó.

Con estas palabras, Bessent estaba desarrollando la línea planteada en la orden ejecutiva de Trump del 2 de abril —el llamado “día de la liberación”— que oficializó la guerra arancelaria global.

Dicha orden sostenía que todo el sistema internacional de posguerra —construido en gran parte por Estados Unidos— se basaba en “supuestos incorrectos” que habían derivado en déficits persistentes anuales en la balanza comercial estadounidense.

La conclusión lógica de ese diagnóstico es que dicho sistema debe ser destruido por completo y sustituido por un nuevo orden.

Eso es precisamente lo que se está llevando a cabo, incluso cuando Trump insinúa que podrían reducirse los aranceles contra China.

En declaraciones a la prensa tras alcanzar un acuerdo limitado con el Reino Unido, Trump predijo que Beijing haría concesiones y que podía haber reducciones “sustanciales” en los aranceles estadounidenses. Se ha mencionado una reducción del 50 por ciento, aunque incluso eso supondría una carga significativa sobre las mercancías chinas.

En línea con los esfuerzos de Beijing por presentarse como defensora del sistema internacional de comercio existente y ganar apoyo internacional en su conflicto con Estados Unidos, la declaración del Ministerio de Comercio asumió un tono globalista.

“Si Estados Unidos desea resolver el conflicto mediante negociaciones debe afrontar el impacto negativo grave de sus medidas arancelarias unilaterales sobre sí mismo y sobre el mundo, respetar las normas del comercio internacional, la equidad, la justicia y las voces racionales de todos los sectores, actuar con sinceridad en las conversaciones, corregir sus prácticas erróneas, encontrar un punto medio con China y resolver las preocupaciones de ambas partes mediante consultas igualitarias”, señaló.

Pero a juzgar por las declaraciones de Trump sobre la postura estadounidense en las negociaciones con los países afectados por los aranceles de represalia, parece poco probable que se cumplan dichos criterios.

A comienzos de esta semana, prácticamente descartó cualquier tipo de negociación recíproca en la que Estados Unidos hiciera concesiones.

“Vamos a presentar cifras muy justas y vamos a decir: ‘Esto es lo que queremos’. Y ellos dirán: ‘genial’, y empezarán a comprar; o dirán: ‘no es bueno’”, dijo.

La cobertura mediática de la guerra arancelaria suele describirla como un conflicto de represalias sucesivas. Estados Unidos impone aranceles, China responde, Estados Unidos escala, etc. La implicación de este análisis es que, si se lograra revertir esta dinámica, se podría restablecer cierto orden.

Pero esa lectura oscurece las fuerzas motrices fundamentales que impulsan esta guerra, determinadas más allá del delirio de Trump y sus seguidores.

Estas raíces se encuentran en el prolongado declive económico de Estados Unidos, que se remonta a más de 50 años atrás. En 1971, el presidente Nixon eliminó el respaldo en oro del dólar estadounidense y disolvió el Acuerdo de Bretton Woods de 1944, ya que el creciente déficit en la balanza de pagos y la balanza comercial imposibilitaban que Estados Unidos cumpliera sus compromisos.

Tras el colapso de Bretton Woods, surgió un nuevo orden económico y financiero internacional. Este tenía dos componentes fundamentales, que ahora representan una amenaza existencial para la hegemonía estadounidense.

Tras 1971, el dólar siguió siendo la moneda internacional. Ya no estaba respaldado por oro, sino por el poder financiero de Estados Unidos.

El auge del parasitismo financiero y la especulación, fomentados por este sistema, ha provocado que todo el sistema financiero basado en el dólar sea cada vez más inestable, como lo demuestran las crisis financieras recurrentes: la crisis financiera mundial de 2008, la crisis del mercado de bonos del Tesoro en marzo de 2020 y el colapso de tres bancos importantes en Estados Unidos en marzo de 2023.

El segundo componente del nuevo orden surgido tras 1971 fue la globalización de la producción, el consiguiente ascenso económico de China y la amenaza que esto representa hoy para la hegemonía estadounidense.

Todas las fracciones del aparato económico, financiero, político y militar de Estados Unidos —pese a las diferencias entre ellas— coinciden en una cosa: el ascenso de China constituye una amenaza existencial para la primacía estadounidense y debe ser aplastado por todos los medios necesarios. Si es posible, mediante medidas económicas; si no, mediante medidas militares.

Las cuestiones en juego en esta guerra económica también son profundas desde la perspectiva de China. La transformación del país, de una economía atrasada hace 40 años al principal centro manufacturero del mundo y segunda economía global, plantea retos fundamentales a la oligarquía capitalista representada por el régimen de Xi Jinping.

La integración de China al marco de la producción globalizada ha dado lugar al surgimiento de una poderosa clase obrera en un país donde, hasta hace poco, la mayoría de la población eran campesinos.

La clase obrera, al igual que sectores de la clase media recientemente surgida, tolera el régimen autocrático en tanto que este proporcione crecimiento económico y oportunidades. Si ese crecimiento se debilita, el régimen se ve amenazado, como lo refleja la afirmación hecha hace años por la dirección del Partido Comunista Chino de que se necesitaba una tasa de crecimiento del 8 por ciento para mantener la “estabilidad social”.

El crecimiento económico ya se sitúa por debajo de ese umbral, en apenas un 5 por ciento, el más bajo en más de tres décadas, y con riesgo de caer aún más.

Durante un tiempo, especialmente tras la crisis financiera global de 2008, se sostuvo el crecimiento mediante un enorme programa de desarrollo inmobiliario e infraestructura financiado con deuda. Todo ello ha llegado a su fin, expresado sobre todo en el colapso de la burbuja inmobiliaria, mientras que el régimen de Xi mantiene que el futuro económico de China depende del desarrollo de “nuevas fuerzas productivas” basadas en la alta tecnología.

Esto ha derivado en un conflicto frontal con Estados Unidos.

Washington llega a las conversaciones convencido de que China necesita el mercado estadounidense y de que Beijing cederá cuando las consecuencias de su exclusión se reflejen en cierres de fábricas y pérdidas masivas de empleo.

Por su parte, Beijing sostiene que podrá resistir la tormenta, en gran medida porque la economía estadounidense depende de cadenas de suministro que, en muchos casos, tienen sus orígenes en China, y prevé que la turbulencia económica y financiera ya existente en Estados Unidos se agudice forzando una marcha atrás.

Beijing considera que podrá compensar, al menos en parte, la pérdida de mercados en Estados Unidos mediante un impulso a su economía interna. Esta evaluación se manifestó en la decisión del Banco Central de China de flexibilizar el crédito esta semana, justo antes de las conversaciones en Ginebra, lo cual se espera inyecte alrededor de 139.000 millones de dólares al sistema financiero.

No es posible prever el resultado de las conversaciones en Ginebra. Es posible que se acuerde mantener más discusiones, que se definan algunos lineamientos para avanzar, que se reduzcan los aranceles estadounidenses o incluso que se celebre una reunión entre Trump y Xi.

Pero, sea cual sea el resultado, las cuestiones fundamentales que están en la raíz del conflicto no se resolverán, ya que no residen ni en la cabeza de Trump ni en las políticas del régimen de Xi, sino en la profundización de la crisis del capitalismo mundial.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 8 de mayo de 2025)

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