Las elecciones en las llamadas democracias capitalistas están siempre marcadas por los esfuerzos de políticos de todas las tendencias por encubrir la situación real que enfrenta la clase trabajadora y, más en general, las masas populares. Las elecciones federales de Australia, que se celebrarán el próximo 3 de mayo, llevan esa práctica del engaño a nuevos niveles de bajeza.
La democracia parlamentaria en la sociedad capitalista implica inherentemente engaño, no por la naturaleza individual de los líderes políticos de los distintos partidos, sino por la propia estructura de la sociedad. Su mito central, sobre el cual se sostienen todos los otros engaños, es la afirmación de que las elecciones expresan de algún modo la “voluntad del pueblo”, y que el gobierno electo la lleva a cabo.
Nada más lejos de la verdad. El arte de la política burguesa siempre ha consistido en interpretar las demandas de los verdaderos dueños de la sociedad—las corporaciones, los bancos, las instituciones financieras y el capital internacional—y desarrollar los mecanismos gubernamentales para implementarlas.
Las masas solo participan en estos procesos en la medida en que se puedan idear métodos para engañarlas, ocultándoles la situación real y los intereses reales que, sea cual sea el partido que asuma el poder, serán los verdaderos beneficiados.
Aquellos más hábiles en esta forma de engaño ascienden a puestos como el de primer ministro, ministro de Hacienda u otros cargos en el gabinete.
En las actuales elecciones australianas, el engaño gira en torno a encubrir las condiciones económicas mundiales—la desintegración de todo el orden capitalista—en las que se están celebrando.
Los acontecimientos de las últimas semanas, comenzando con el “día de la liberación” de Trump el 2 de abril, ponen en evidencia esta desintegración. Bajo el lema de “aranceles recíprocos”, lanzó una guerra económica contra el resto del mundo.
Esta ofensiva estuvo dirigida principalmente contra China, la segunda economía más grande del mundo, elevando los aranceles a sus productos al 145 por ciento, excluyéndola prácticamente del mercado estadounidense.
Pero los problemas en juego van mucho más allá del conflicto con China. Todo el marco de relaciones comerciales, económicas y financieras establecido tras la Segunda Guerra Mundial ha sido hecho añicos.
Como señaló recientemente el Financial Times, el principal diario financiero del mundo con sede en Londres: “Nadie duda a estas alturas de que la intención del presidente Donald Trump es derribar el sistema económico internacional que Estados Unidos promovió desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La confusión gira en torno a qué podría reemplazarlo”.
Pero la respuesta a esa pregunta ya es conocida. Bajo el sistema capitalista, lo que se avecina es un retorno a las condiciones de la década de 1930, cuando el mundo se dividió en bloques rivales inmersos en guerras económicas, acompañadas por el auge del fascismo y los regímenes autoritarios, creando las condiciones que llevaron a la Segunda Guerra Mundial.
No solo están colapsando las relaciones comerciales, sino que la guerra arancelaria ha puesto en duda los propios cimientos del sistema financiero mundial. Este sistema estaba basado en la fortaleza del dólar estadounidense y en la confianza de que, ante cualquier crisis financiera, los bonos del Tesoro de Estados Unidos proveerían un refugio seguro.
Sin embargo, la guerra arancelaria ha venido acompañada de una venta masiva en el mercado de bonos y de la caída del valor del dólar. Más importante aún, ha surgido la percepción en los mercados financieros globales de que, en lugar de ser una fuente de estabilidad, Estados Unidos se ha convertido en el epicentro de la inestabilidad y las crisis.
Pero estas cuestiones, que conciernen al futuro de cada ser humano en el planeta, y no menos en Australia, están sistemáticamente excluidas de la campaña electoral por parte de todos los partidos y los medios de comunicación cómplices.
Por supuesto, los políticos capitalistas deben referirse a la creciente crisis de la economía global. Pero cuando lo hacen es de pasada, tratándola simplemente como un telón de fondo, para luego pasar rápidamente a promover ficciones y alimentar ilusiones, que son su producto predilecto.
Un ejemplo claro fue el discurso presupuestario del 25 de marzo del tesorero laborista Jim Chalmers, que marcó el tono de la campaña laborista cuando se anunció la elección tres días después.
Tras un breve reconocimiento del empeoramiento de las perspectivas económicas internacionales, Chalmers afirmó que, si bien el país no era inmune a las presiones globales, Australia estaba “entre los mejores posicionados para enfrentarlas” y que estaba emergiendo “en mejor forma” que “cualquier otra economía avanzada”.
Afirmó que un supuesto “aterrizaje suave”, para el cual el gobierno había estado “planificando y preparándose”, era “cada vez más probable”. Según Chalmers, “lo peor ya quedó atrás y la economía va ahora en la dirección correcta”.
Pero la realidad suele imponerse, y en este caso lo hizo con rapidez y contundencia. Apenas una semana después del discurso de Chalmers, Trump lanzó su bomba de “aranceles recíprocos” e inició una escalada de tarifas contra China.
Pero eso no detuvo la propaganda nacionalista. Australia no fue objeto de los aranceles “recíprocos”, sino solo del aumento general del 10 por ciento impuesto a los países no incluidos. De ahí que, según el primer ministro Albanese: “No cabe duda de que nadie obtuvo un mejor acuerdo”.
Pero sobre la guerra económica contra China, el principal mercado de exportación del capitalismo australiano, y sus implicancias, reinó el silencio absoluto.
China es el principal socio comercial del capitalismo australiano, absorbiendo aproximadamente el 30 por ciento de sus exportaciones, principalmente de mineral de hierro, carbón y gas natural, además de algunos productos agrícolas como carne vacuna y vino. Se estima que la guerra arancelaria podría recortar hasta un 2 por ciento o más del crecimiento de China, que ya está reducido al 5 por ciento, el nivel más bajo en tres décadas.
En 2022–23, durante sus dos primeros años, el gobierno de Albanese recaudó un récord de 74.000 millones de dólares australianos del sector minero a través de impuestos y regalías, lo que permitió presentar un superávit presupuestario. Pero ese paso al superávit resultó ser efímero y ahora se proyectan déficits a largo plazo, con una deuda pública total que superará 1 billón (1.000.000.000.000) de dólares australianos.
La ficción del excepcionalismo australiano, la noción de que este país está de algún modo “mejor posicionado” que todas las demás economías avanzadas, queda aún más expuesta en el plano financiero.
La doctrina oficial afirma que el sistema bancario y financiero australiano es sólido, bien regulado e incluso resistente, y que por lo tanto puede soportar las tormentas del sistema financiero global.
Pero no hay otra economía más expuesta a los flujos internacionales de capital.
Los inversores extranjeros poseen entre el 50 y el 60 por ciento de los bonos del gobierno australiano, un porcentaje que aumenta junto con la montaña de deuda. Los inversores internacionales—que pueden mover grandes sumas de dinero por el mundo con un simple clic—poseen entre el 30 y el 40 por ciento del total de capitalización del mercado.
El tan aclamado sistema bancario “sólido” también está expuesto a los flujos financieros globales. En sus operaciones diarias, los bancos dependen de los mercados internacionales para obtener hasta el 25 por ciento de sus fondos. Si este flujo se detiene por cualquier motivo, sufren de inmediato una crisis de liquidez que puede rápidamente volverlos insolventes.
Y esto no es una conjetura: ya ha sucedido.
A comienzos de octubre de 2008, justo después del estallido de la crisis financiera mundial provocada por el colapso del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers el 15 de septiembre, los operadores de los bancos australianos que cada noche recurren a los mercados internacionales de fondos se encontraron con que no había ninguno disponible.
Los principales bancos, incluidos los cuatro grandes, enfrentaban la posibilidad de la quiebra en cuestión de días.
En su relato sobre aquellos eventos ocurridos la mañana del viernes 10 de octubre, el entonces primer ministro laborista Kevin Rudd escribió: “Estábamos particularmente preocupados por tres bancos australianos—dos de segunda categoría, uno de primera—mientras desarrollábamos una serie de planes de contingencia para evitar su colapso”.
“Estábamos al borde de una crisis de confianza que podría desencadenar una corrida contra uno u otro de los bancos cuando abrieran sus puertas el lunes”.
La crisis solo se evitó esa vez porque el gobierno intervino como garante del sistema bancario.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? El sistema financiero internacional no se ha estabilizado. Por el contrario, sus males se han profundizado—males que no pueden resolverse dentro del marco del sistema de ganancias capitalista—como lo demuestra fundamentalmente la creciente desconfianza en el mercado de bonos del Tesoro estadounidense, mientras la deuda del gobierno de EEUU se dispara hacia los 36 billones (36.000.000.000.000) de dólares.
La pregunta ante la clase trabajadora es: ¿qué salida hay? ¿Qué programa debe proponerse y por cuál debe luchar frente a una crisis cada vez más grave y el colapso del capitalismo mundial, que domina a todos los países, incluida la mayor potencia, Estados Unidos?
No puede ser el regreso a un supuesto “hogar nacional”, ni el desarrollo de algún tipo de programa nacionalista. Ese es el camino al desastre—hacia la depresión, el fascismo y la guerra—como lo demostró claramente la década de 1930.
Una crisis global, que ya está reimplantando esas condiciones, exige no una solución nacional sino global. Esa solución es la unificación de la clase trabajadora internacional bajo la perspectiva de la revolución socialista mundial, por la que lucha el Partido Socialista por la Igualdad como sección del Comité Internacional de la Cuarta Internacional en esta campaña electoral.
Ésta es la única perspectiva viable y, de hecho, práctica de nuestro tiempo. Pero requiere de fuerzas que luchen activamente por ella. Por eso, hacemos un llamado a los trabajadores y jóvenes que quieran luchar por un mundo libre de pobreza, guerra y fascismo, a apoyar nuestra campaña en todas las formas posibles y a unirse al Partido Socialista por la Igualdad.
Autorizado por Cheryl Crisp por el Partido Socialista por la Igualdad, Nivel 1/457-459 Elizabeth Street, Surry Hills, NSW, 2010, Australia.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 23 de abril de 2025)